martes, 1 de febrero de 2011

Tan necesario que no me importa.

A menudo debemos tragar con personas, situaciones o sentimientos que nos incomodan pero elegimos libremente por alguna otra razón.
Véanse las modas, esos vestidos ceñiditos con los que a duras penas logramos respirar pero que consiguen llamar la atención de todo el local. Véanse, las dietas, esas torturas alimenticias a las que nos sometemos todos los años en busca de un mejor posado veraniego o de mejor salud, en su defecto.
Véanse también las compañías, esas personas a las que no soportas pero tienen algo que aportarte, apuntes de clase, acceso a otras personas...
Lo común de todo lo anterior, es lo insoportable que son para nosotros todas esas situaciones, lo que nos cuesta llevarlas.
Sin embargo, constantemente esas molestias que nos producen nos hacen recordar que están ahí por algo, que los hemos elegido con algún fin.
Cuando algo es tan parte de ti como tu propio cuerpo, hasta el punto de que no notas su presencia por la costumbre a que nunca falte es cuando pierde su importancia, su finalidad, es cuando dejamos de quererlo.
Cuando olvidamos lo importantes que es una personas para nosotros y la subestimamos.
Cuando olvidamos que está presente y la dañamos.
Tenemos esa maldita costumbre de tomar conciencia de las cosas solo cuando van mal y, entonces, darles la importancia que se merecen.
Mientras, todo aquello que nos da la paz, la alegría diaria, es tan común que va cayendo en el olvido, en el baúl de lo innecesario.
Así es como acabamos por perdernos a nosotros mismos, cuando olvidamos cuidar lo que no nos hace especialmente alegres pero nos mantiene felices.

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